Afortunados infortunios
Cuando lo conocí, el coronel Juan Martínez dictaba anualmente el curso de capacitación para cadetes. Comenzaba con la historia de un joven militar que accidentalmente le había arruinado la carrera a su mejor amigo...
Juan Martínez era el primero de su promoción. Se preparaba para recibirse de oficial de un Ejército centroamericano cuando limpiando el arma de reglamento se le escapó un disparo que hizo añicos el fémur de Ernesto Villegas, su mejor amigo, que ese día, sentado a su lado, le pedía consejos en relación con una joven a quien estaba cortejando, siendo la hija de uno de los generales de temperamento más agrio del ejército nacional. Juan le hacía algunas recomendaciones y Ernesto se mostraba inquieto por las consecuencias de haberse fijado de una joven inteligente y bella, cuando la detonación los ensordeció. No bastó con que saliera sangre a borbotones para que Ernesto reaccionara cuando ya Juan se había quitado la franela, comprimiendo la herida que habría de cambiar la vida de ambos.
Entrenamiento para la vida
Desde su ingreso al ejército, Juan Martínez había dado señas tempranas de que era un líder natural. Físicamente ágil, con aguda inteligencia, había probado una y otra vez sus capacidades en las situaciones más disímiles. Desde las salidas de fines de semana en donde había detenido más de una pelea en los bares que acostumbraban a ir a celebrar la vida en espacios lejos del confinamiento de la guarnición hasta en tener que aprobar los respectivos exámenes en los cuales destacaba, particularmente en matemáticas. En la selva Juan se había mostrado como lo que era: un líder con capacidad para generar respeto y simpatía entre sus cercanos. La sonrisa no desaparecía de su rostro y era capaz de una chispeante ocurrencia aun en situaciones tensas. Era respetado incluso por sus superiores, quienes habían visto pasar por la academia a miles de jóvenes y sabían cuándo uno de ellos tenía un potencial que lo hacía diferente. Eso, obviamente no lo salvaba de la envidia, y uno que otro sargento había tratado de burlar su fortaleza interior, a lo que Juan se mostraba impermeable. Sabía dónde estaba el foco y no se dejaba distraer. Cuando al Capitán Leopoldo Ramírez lo llamaron para que emitiera el informe del accidente no pudo dormir. Sabía que iban a expulsar a uno de los mejores aspirantes a militar profesional que él había conocido. Sentía respeto por Juan, forjado en los espacios compartidos de las situaciones difíciles, propias del exigente entrenamiento castrense de ese país.
Patear a quien lo merece
Producto de la herida de bala, el joven Ernesto Villegas había sido operado varias veces. A pesar de los esfuerzos de los médicos, no hubo manera de impedir que una pierna le quedara más corta que la otra, por lo que su carrera militar se había arruinado por el accidente. Se sumía en la depresión y sabía inalcanzable a la hija del general, quien entre sollozos lo visitó una sola vez mientras él se recuperaba. “Por favor no vuelvas”, le dijo Ernesto a la chica que lo había cautivado, sabiéndose inútil para desarrollar una carrera militar. En la guarnición, los comentarios iban de uno a otro, señalando cómo de manera trágica y definitiva, por haber manipulado inadecuadamente el arma poco antes de recibirse como oficial, Juan Martínez le había dañado para siempre la vida a Ernesto Villegas. “Que lo echen del ejército, es una vergüenza, una amenaza, se jactaba de su talento y desgració a su amigo” dijo a pleno pulmón uno de los integrantes de la promoción, lo cual fue avalado por media tajada de soldados. La otra mitad guardó silencio. “Es muy injusto que lo echen, es el mejor de nosotros”, se atrevió a decir uno de los amigos de Juan Martínez, quien con esa afirmación terminó de dividir en dos bandos al grupo.
Vivir es decidir
El capitán Leopoldo Ramírez, luego de semanas de dormir inquieto, se presentó ante cinco superiores junto con el aspirante Juan Martínez, quien parecía que había sido ya condenado a ser expulsado del ejército, luego de haberse destacado en su carrera. Ese lunes de noviembre se jugaba su futuro y su suerte para siempre. La impoluta defensa del Capitán no pudo ser más atinada. “Podemos perder a dos soldados. Uno, que fue accidentalmente herido y otro, que por manipulación inadecuada del arma reglamentaria le dañó la carrera a quien era su mejor amigo. La otra opción es tratar de que no vuelvan a ocurrir más nunca accidentes como estos. Si le damos la oportunidad al aspirante Juan Martínez de redimirse, capacitándose en prevención de accidentes en el ejército y dictando el curso a la totalidad de los jóvenes que ingresen en la academia, no solo salvaremos del infortunio al Señor Juan Martínez, aquí presente, sino que estaremos previniendo que situaciones como estas se repitan y estaríamos ayudando a nuestro ejército en su esencia. El asunto es si perdemos a dos buenos soldados o tratamos de recuperar a uno, para beneficio de muchos”.
Cuando lo conocí, el coronel Juan Martínez dictaba anualmente el curso de capacitación para cadetes. Comenzaba con la historia de un joven militar que accidentalmente le había arruinado la carrera a su mejor amigo.
@perezlopresti
Entrenamiento para la vida
Desde su ingreso al ejército, Juan Martínez había dado señas tempranas de que era un líder natural. Físicamente ágil, con aguda inteligencia, había probado una y otra vez sus capacidades en las situaciones más disímiles. Desde las salidas de fines de semana en donde había detenido más de una pelea en los bares que acostumbraban a ir a celebrar la vida en espacios lejos del confinamiento de la guarnición hasta en tener que aprobar los respectivos exámenes en los cuales destacaba, particularmente en matemáticas. En la selva Juan se había mostrado como lo que era: un líder con capacidad para generar respeto y simpatía entre sus cercanos. La sonrisa no desaparecía de su rostro y era capaz de una chispeante ocurrencia aun en situaciones tensas. Era respetado incluso por sus superiores, quienes habían visto pasar por la academia a miles de jóvenes y sabían cuándo uno de ellos tenía un potencial que lo hacía diferente. Eso, obviamente no lo salvaba de la envidia, y uno que otro sargento había tratado de burlar su fortaleza interior, a lo que Juan se mostraba impermeable. Sabía dónde estaba el foco y no se dejaba distraer. Cuando al Capitán Leopoldo Ramírez lo llamaron para que emitiera el informe del accidente no pudo dormir. Sabía que iban a expulsar a uno de los mejores aspirantes a militar profesional que él había conocido. Sentía respeto por Juan, forjado en los espacios compartidos de las situaciones difíciles, propias del exigente entrenamiento castrense de ese país.
Patear a quien lo merece
Producto de la herida de bala, el joven Ernesto Villegas había sido operado varias veces. A pesar de los esfuerzos de los médicos, no hubo manera de impedir que una pierna le quedara más corta que la otra, por lo que su carrera militar se había arruinado por el accidente. Se sumía en la depresión y sabía inalcanzable a la hija del general, quien entre sollozos lo visitó una sola vez mientras él se recuperaba. “Por favor no vuelvas”, le dijo Ernesto a la chica que lo había cautivado, sabiéndose inútil para desarrollar una carrera militar. En la guarnición, los comentarios iban de uno a otro, señalando cómo de manera trágica y definitiva, por haber manipulado inadecuadamente el arma poco antes de recibirse como oficial, Juan Martínez le había dañado para siempre la vida a Ernesto Villegas. “Que lo echen del ejército, es una vergüenza, una amenaza, se jactaba de su talento y desgració a su amigo” dijo a pleno pulmón uno de los integrantes de la promoción, lo cual fue avalado por media tajada de soldados. La otra mitad guardó silencio. “Es muy injusto que lo echen, es el mejor de nosotros”, se atrevió a decir uno de los amigos de Juan Martínez, quien con esa afirmación terminó de dividir en dos bandos al grupo.
Vivir es decidir
El capitán Leopoldo Ramírez, luego de semanas de dormir inquieto, se presentó ante cinco superiores junto con el aspirante Juan Martínez, quien parecía que había sido ya condenado a ser expulsado del ejército, luego de haberse destacado en su carrera. Ese lunes de noviembre se jugaba su futuro y su suerte para siempre. La impoluta defensa del Capitán no pudo ser más atinada. “Podemos perder a dos soldados. Uno, que fue accidentalmente herido y otro, que por manipulación inadecuada del arma reglamentaria le dañó la carrera a quien era su mejor amigo. La otra opción es tratar de que no vuelvan a ocurrir más nunca accidentes como estos. Si le damos la oportunidad al aspirante Juan Martínez de redimirse, capacitándose en prevención de accidentes en el ejército y dictando el curso a la totalidad de los jóvenes que ingresen en la academia, no solo salvaremos del infortunio al Señor Juan Martínez, aquí presente, sino que estaremos previniendo que situaciones como estas se repitan y estaríamos ayudando a nuestro ejército en su esencia. El asunto es si perdemos a dos buenos soldados o tratamos de recuperar a uno, para beneficio de muchos”.
Cuando lo conocí, el coronel Juan Martínez dictaba anualmente el curso de capacitación para cadetes. Comenzaba con la historia de un joven militar que accidentalmente le había arruinado la carrera a su mejor amigo.
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